Ya los muertos no salen.
Cuando los muertos salían, los cuentos de aparecidos andaban a la orden del día, pues con frecuencia se mostraban, ya por simple deseo de asustar, ya para hacer revelaciones a quien quisiera oírlas, o para pedir misas.
Las manifestaciones más corrientes eran: una gallina seguida de sus polluelos; un perro negro que no ladraba; un recién nacido llorando o un hombre sin cabeza. Ah! Otra forma, aunque no visible, era arrastrar cadenas o dar aldabonazos en las puertas.
Ya dijimos que algunos aparecidos hacían revelaciones, entre las que no faltaban la indicación de algún lugar donde había dinero enterrado, que no eran pocos al decir del vulgo, dado que no habiendo Bancos, los ahorros iban a para a una botija de barro, u otro recipiente apropiado, que luego de enterrado bajo la cama, o al pie de un árbol añoso, que era lo más corriente.
Si, de una parte, no faltaban los pusilánimes que nada querían saber de “dinero de muertos”, otros lo buscaban con ahínco. Pero también se dividían en dos clases: los que no dudaban de que, al dar con el entierro, hallarían buenas peluconas y doblones de a cuatro; y los que, un poco recelosos, porque, tratándose de muertos, lo que habrían de encontrar serian carbones, que había que rociar con agua bendita, para que en el acto se transformasen en constantes y sonantes piezas de oro. El resultado final era el mismo.
Una revelación de tal índole fue hecha a un isleño canario, nombrado Don Carlos, capataz de una cuadrilla de reparación de la vía férrea, en el tramo de esta ciudad a Azotea de Mora, y ni tardo ni perezoso, utilizó los hombres de su cuadrilla para abrir un profundo hoyo, junto a un viejo mamey, inmediato a la vía, a la salida del pueblo; y firme creyente de que hallaría los dichos carbones, fue pulverizando la tierra que sacaban sus jornaleros, dispuesto a hacer uso del agua bendita; pero a lo que parece, el muerto le mintió, porque el resultado fue absolutamente negativo.
Si el lector cree que este isleño que sabía leer y escribir, estaba loco, sepa que tal creencia era muy popular entre los buscadores de dinero enterrado, o “dinero de muerto” como se llamaba, que siempre andaban en busca de un derrotero, o indicación del sitio en que había, o debía haber un entierro; manía o afición que ha tenido que desaparecer porque, como se ha dicho antes, ya los muertos no salen, ni para meter miedo, ni —lo que es más de lamentar—, para decir dónde está la guaca.
Autor: Florentino Martínez Edición: Ángel Cristóbal García Ilustraciones: Fernando Caluff